jueves, 10 de diciembre de 2020

ARTE Y TURISMO CULTURAL

Por: Elkin Bolaño Vásquez

Coordinador Educativo

Fundación BAT

 Siempre es problemático establecer algunas características que permitan justificar la funcionalidad del arte, especialmente si se tiene en cuenta que el conglomerado social es prodigiosamente diverso y con muchas expectativas que se desarrollan por fuera de la riqueza semántica, terapéutica, denunciativa, reivindicativa del arte y su potencial para construir convicciones que permitan afrontar la vida diaria. Esta es una lucha constante que en el mundo contemporáneo marca un derrotero importante y que se agudiza desde que se impuso el turismo cultural como su motor de financiamiento y desarrollo.

Para abordar las relaciones de intercambio entre el turismo cultural y el arte debemos tener presente la siguiente premisa: toda producción artística es un bien cultural, pero no todos bienes culturales surgen de procesos artísticos. Esto quiere decir que el disfrute cultural no incluye, necesariamente, el consumo artístico, a pesar que las instituciones responsables de la política pública los consideren un mismo asunto.

Para comprender esta diferencia conviene extender hilos conectores entre las distintas estadísticas que hacen estudios del tema. Entre ellas tenemos el Censo Gastronómico de la Candelaria 2019, el Diagnostico Turístico 2019, el Diagnostico Candelaria 2020, “Un Nuevo Contrato Social y Ambiental para la Bogotá del siglo XXI”, para la Localidad de La Candelaria 2021-2024, el Informe de Gestión de IDARTES 2016-2019 y el Plan Estadístico Distrital.

La Localidad de la Candelaria, en Bogotá, proporciona el ejemplo ideal para analizar la complejidad que se genera entre el turismo cultural y el arte. La primera de ellas se identifica con el alto porcentaje de población flotante (requisito para cualquier ciudad que promueva el turismo cultural) y sus preferencias de consumo cultural que están relacionadas con actividades de acceso público y gratuito, por lo que se infiere que los servicios por los que pagan las personas son los habitacionales, de alimentación, de entretenimiento, de artesanías y de transporte sin que esto suponga un beneficio directo sobre la oferta artística, debido a que, independiente de la capacidad de gasto de los turistas, es la inversión gubernamental la que garantiza, en alto porcentaje, los costos relacionados con los procesos creativos, de gestión, de exhibición y divulgación de las artes. Consecuentemente, las inversiones en infraestructura, los programas de estímulos y de salas concertadas, los procesos de formación artística y escenarios alternativos de divulgación y presentación de proyectos son la columna vertebral de la oferta de la que se beneficia el turismo cultural.

Otra complejidad que se identifica es la reiterada justificación de la función social y profesional del arte diferenciándolo de la cultura, debido a que esta última se reconoce como una dinámica orgánica de la que todos los miembros de una comunidad participan, mientras que para el arte se deben crear estrategias para la formación de públicos. Sin embargo, la valoración de estas estrategias no pasan de ser una cantidad numérica que terminamos por aceptar acríticamente, exigiendo el aumento de las cantidades para después justificarlas románticamente, dando como resultado un vasto volumen de datos que, según las compresiones que se pueden sustraer del estudio realizado por el Plan Estadístico Distrital, poco o nada permiten explicar las virtudes de la experiencia de la apreciación artística, especialmente cuando los espectadores carecen del conocimiento básico para ello y que tampoco son tenidos en cuenta en la elaboración de políticas públicas para el arte y la cultura.

Entre dichas complejidades aparece el emprendimiento que se justifica desde tres perspectivas. La primera es la visión romántica según la cual la capacidad creativa y la voluntad de insistir y persistir del proceso artístico, que ahora es el mayor atributo del emprendedor, puede transferirse a las posturas del mercado como algo natural, que se conecta con la visión pragmática que sólo se enfoca en el resultado, lo que reduce la creatividad a un oráculo que debe descubrir el ideal de consumo del público. Esta segunda postura limita la reflexión y termina por reproducir una lógica empresarial que desvirtúa los procesos artísticos.

La tercera visión, de corte vanguardista, convierte a la innovación en un adjetivo aplicable a todo lo que hace, cuando en realidad se apoya en dinámicas exitosas del pasado que se presenta según la estética y nomenclatura tecnológica. No obstante, es fácil encontrar que estas tres visiones se entremezclan sin darnos cuenta y sin que cuestionemos si el arte necesita de la visión romántica para justificar su valor social o si es posible desenmarcarlo de la postura institucional, que tiende a estandarizarlo, para explorar e impulsar otras alternativas de divulgación, apreciación, financiación y presentación.

Según lo anterior, la conclusión que salta la vista es que el consumo cultural y artístico dependen de la financiación del Estado, siendo el primero admirado desde la mirada turística, del transeúnte que se toma una selfie mientras disfruta de restaurantes, entretenimiento o compra suvenires. El segundo, apreciado por una pequeña porción de personas que paulatinamente configuran su propio capital compresivo, tiene un margen reducido de venta de entradas, que rara vez es comprada por el turismo cultural, y a la que se le ha impuesto la imposible obligación de financiar los museos, las funciones teatrales o los recitales musicales.