Coordinador educativo. Fundación BAT
Es común la afirmación según la cual el
arte es medio para… la materialización de ideas, la proyección de mundos
posibles o la construcción de prestigio. Tres opciones que contienen una idea
transversal que indica las diferentes formas de transición que se gestan a
través del arte, convirtiéndolo en un modo de acción para pasar de un estado a
otro. Por otra parte, su función como medio también supone una versión
espacial en la medida que connota centro, lo que permite identificar las
razones por las cuales el arte opera en la dialéctica que existe “entre” lo
real y lo irreal, lo posible y lo imposible, las emociones y la razón, manteniéndolo
inmerso en un juego de tensiones cuyo balanceo puede inclinarse, por
variaciones circunstanciales, hacia cualquier extremo.
En el presente artículo la ubicación
de la palabra arte “entre” naturaleza y humanidad debe considerarse como
una transición, como el umbral que ha construido, desarrollado y diversificado
la especie humana para reconocerse diferente de la naturaleza, pero, sobre todo,
para entender sus formas de vinculación con ella. En tal sentido, para
identificar la misión de este umbral es importante remitirnos, al menos como
parte germinal, a la sentencia de Goethe que reza: “quien no tenga ni
ciencia ni religión, que tenga arte”. Es común ubicar las primeras
expresiones artísticas de la humanidad en los pictogramas del período de las
cavernas y en los rituales funerarios o de cacería, entre los cuales se ha identificado una suerte de apropiación simbólica con ideas relacionadas con la imitación, cuyo proceso
cognitivo es reconocido por Aristóteles como el principio más sublime desde
donde se origina y se explica el arte.
Imitar la naturaleza se convirtió en
un modo de reconocer la perfección de la creación divina. Sin embargo, el
propio trasegar de la humanidad ha aceptado que la imitación de las formas de
la naturaleza no es suficiente para acceder a la sabiduría divina, de modo que
la especie humana necesitó crear la ciencia y la religión. Si bien arte y
religión tienen su origen en la evolución del cerebro y el surgimiento del
pensamiento simbólico, cuyo ejemplo más representativo son los rituales
funerarios y de caza, también es importante traer a colación que la ciencia es
producto de una evolución sináptica compleja que también alimentó las dos anteriores.
Según lo anterior podemos identificar
una de las consecuencias analíticas que puede derivarse de la afirmación de
Goethe, porque pone en el mismo nivel estas tres formas de expresión y
conocimiento humano. Religión, arte y ciencia no son formas explicitas de la
naturaleza, de hecho, son decodificaciones de pautas comportamentales de la
vida que han exigido enormes esfuerzos, desarrollos, construcciones y
creaciones por parte de la humanidad. Creaciones que el ser humano ha gestado
desde un impulso vital que está codificado en su propia genética. Impulso por conocer
que lo ha llevado a sentirse por fuera de la naturaleza, lo que lo ha obligado
a imaginar una simbiosis, de características holísticas, con lo que cree
conocer de ella. En otras palabras, la humanidad se desarrolla al
autoexcluirse de la naturaleza para intentar verla en su totalidad y perfección
para, posteriormente, buscar conectarse nuevamente con ella, pero de manera distinta.
Ahora, a quienes se dedican a la
religión, al arte o la ciencia debemos reconocerle algo que la gran mayoría de
las personas no tiene, el impulso y necesidad de observar de manera distinta lo
que es común a todos y desde allí postular alguna forma de conexión con el
conocimiento y sabiduría divina y universal. Conexión que no debe confundirse
con integración. Antes del surgimiento de la ciencia moderna la humanidad
estaba integrada a la naturaleza porque, en mayor o menor grado y según la
época, todo conocimiento, el precientífico, el religioso y el artístico,
dependían de una observación mecánica e imitativa de aquella. No obstante, con
el desarrollo de ciencia moderna y el método científico que introduce el “problema
del observador”, el ser humano se reconoce distinto de la naturaleza y abre una
nueva forma de existencia, donde la soledad es el motor que genera y destruye.
Desde entonces buscamos “conectarnos con algo” porque, de lo contrario,
viviremos la vida en solitario.
En esas búsquedas de conexión, sumadas
a las transformaciones que se gestaron en el quehacer artístico comenzaron a
surgir inquietudes que no podían responderse desde el virtuosismo y la
maestría, sino desde el potencial espiritual del arte que estaba solapado en la
imitación de la naturaleza o en la representación épica de los grandes mitos. En
consecuencia, surge la estética como un modo de análisis y explicación que no
se limita al proceso artístico, sino a la comprensión de la misión cognitiva, emocional
y espiritual del arte. La estética, en su versión filosófica, no se preocupa
por el desarrollo de un gusto personal y colectivo, sino que intenta explicar
los modos de trascendencia que un ser humano puede experimentar frente al arte.
Trascendencia que, tras la sucesión de diferentes niveles de equilibrio entre
la consciencia y el inconsciente, tiene una meta espiritual.
Lo anterior supone, como preámbulo que
pretende analizarse y desarrollarse más adelante, que el arte como creación
humana puede considerarse un proceso de búsqueda espiritual que ya no es
exclusiva de la entereza o virtuosismo del artista al vivir su vida como un
observador consciente y persistente de la naturaleza, ya que la estética dotó
al espectador de la posibilidad de conectarse a aquella trascendencia que
promete el arte y cultivar otra forma de camino espiritual. De esta manera, con
el surgimiento de la estética el artista y el espectador terminan por experimentar
el esfuerzo que la humanidad ha invertido para separarse de la naturaleza y reconectarse
con ella a través de una especie de simbiosis que se puede crear por “medio” del
arte.