miércoles, 9 de octubre de 2024

NATURALEZA, ARTE Y HUMANIDAD

 

 Por: Elkin Bolaño-Vásquez

Coordinador educativo. Fundación BAT

 

Es común la afirmación según la cual el arte es medio para… la materialización de ideas, la proyección de mundos posibles o la construcción de prestigio. Tres opciones que contienen una idea transversal que indica las diferentes formas de transición que se gestan a través del arte, convirtiéndolo en un modo de acción para pasar de un estado a otro. Por otra parte, su función como medio también supone una versión espacial en la medida que connota centro, lo que permite identificar las razones por las cuales el arte opera en la dialéctica que existe “entre” lo real y lo irreal, lo posible y lo imposible, las emociones y la razón, manteniéndolo inmerso en un juego de tensiones cuyo balanceo puede inclinarse, por variaciones circunstanciales, hacia cualquier extremo.

 

En el presente artículo la ubicación de la palabra arte “entre” naturaleza y humanidad debe considerarse como una transición, como el umbral que ha construido, desarrollado y diversificado la especie humana para reconocerse diferente de la naturaleza, pero, sobre todo, para entender sus formas de vinculación con ella. En tal sentido, para identificar la misión de este umbral es importante remitirnos, al menos como parte germinal, a la sentencia de Goethe que reza: “quien no tenga ni ciencia ni religión, que tenga arte”. Es común ubicar las primeras expresiones artísticas de la humanidad en los pictogramas del período de las cavernas y en los rituales funerarios o de cacería, entre los cuales se ha identificado una suerte de apropiación simbólica con ideas relacionadas con la imitación, cuyo proceso cognitivo es reconocido por Aristóteles como el principio más sublime desde donde se origina y se explica el arte.

 

Imitar la naturaleza se convirtió en un modo de reconocer la perfección de la creación divina. Sin embargo, el propio trasegar de la humanidad ha aceptado que la imitación de las formas de la naturaleza no es suficiente para acceder a la sabiduría divina, de modo que la especie humana necesitó crear la ciencia y la religión. Si bien arte y religión tienen su origen en la evolución del cerebro y el surgimiento del pensamiento simbólico, cuyo ejemplo más representativo son los rituales funerarios y de caza, también es importante traer a colación que la ciencia es producto de una evolución sináptica compleja que también alimentó las dos anteriores.

 

Según lo anterior podemos identificar una de las consecuencias analíticas que puede derivarse de la afirmación de Goethe, porque pone en el mismo nivel estas tres formas de expresión y conocimiento humano. Religión, arte y ciencia no son formas explicitas de la naturaleza, de hecho, son decodificaciones de pautas comportamentales de la vida que han exigido enormes esfuerzos, desarrollos, construcciones y creaciones por parte de la humanidad. Creaciones que el ser humano ha gestado desde un impulso vital que está codificado en su propia genética. Impulso por conocer que lo ha llevado a sentirse por fuera de la naturaleza, lo que lo ha obligado a imaginar una simbiosis, de características holísticas, con lo que cree conocer de ella. En otras palabras, la humanidad se desarrolla al autoexcluirse de la naturaleza para intentar verla en su totalidad y perfección para, posteriormente, buscar conectarse nuevamente con ella, pero de manera distinta.

 

Ahora, a quienes se dedican a la religión, al arte o la ciencia debemos reconocerle algo que la gran mayoría de las personas no tiene, el impulso y necesidad de observar de manera distinta lo que es común a todos y desde allí postular alguna forma de conexión con el conocimiento y sabiduría divina y universal. Conexión que no debe confundirse con integración. Antes del surgimiento de la ciencia moderna la humanidad estaba integrada a la naturaleza porque, en mayor o menor grado y según la época, todo conocimiento, el precientífico, el religioso y el artístico, dependían de una observación mecánica e imitativa de aquella. No obstante, con el desarrollo de ciencia moderna y el método científico que introduce el “problema del observador”, el ser humano se reconoce distinto de la naturaleza y abre una nueva forma de existencia, donde la soledad es el motor que genera y destruye. Desde entonces buscamos “conectarnos con algo” porque, de lo contrario, viviremos la vida en solitario.

 

En esas búsquedas de conexión, sumadas a las transformaciones que se gestaron en el quehacer artístico comenzaron a surgir inquietudes que no podían responderse desde el virtuosismo y la maestría, sino desde el potencial espiritual del arte que estaba solapado en la imitación de la naturaleza o en la representación épica de los grandes mitos. En consecuencia, surge la estética como un modo de análisis y explicación que no se limita al proceso artístico, sino a la comprensión de la misión cognitiva, emocional y espiritual del arte. La estética, en su versión filosófica, no se preocupa por el desarrollo de un gusto personal y colectivo, sino que intenta explicar los modos de trascendencia que un ser humano puede experimentar frente al arte. Trascendencia que, tras la sucesión de diferentes niveles de equilibrio entre la consciencia y el inconsciente, tiene una meta espiritual.

 

Lo anterior supone, como preámbulo que pretende analizarse y desarrollarse más adelante, que el arte como creación humana puede considerarse un proceso de búsqueda espiritual que ya no es exclusiva de la entereza o virtuosismo del artista al vivir su vida como un observador consciente y persistente de la naturaleza, ya que la estética dotó al espectador de la posibilidad de conectarse a aquella trascendencia que promete el arte y cultivar otra forma de camino espiritual. De esta manera, con el surgimiento de la estética el artista y el espectador terminan por experimentar el esfuerzo que la humanidad ha invertido para separarse de la naturaleza y reconectarse con ella a través de una especie de simbiosis que se puede crear por “medio” del arte.