lunes, 22 de abril de 2019

ESTÉTICA PARA LA VIDA


Por: Elkin Bolaño Vásquez
Fundación BAT Colombia

En su libro Estética cotidiana y juegos de la cultura Katya Mandoki afirma que la estética no debe limitarse a los linderos del arte y la belleza, sino que debe ampliarse a los diferentes modos de ser de la vida cotidiana en la medida que ejerce influencia en la “construcción y presentación de las identidades sociales”. Esta estética, operativa por fuera del ámbito del hacer artístico y constitutiva de la vida misma, introduce vulnerabilidades que se ocultan en los museos y salas de conciertos, es decir, se aviva la experiencia de mostrarse y juzgar de la vida en sociedad, en vez de complacerse con una semiótica que difícilmente supera la contemplación.

Esta diferencia entre la estética dependiente del arte y la belleza y la propuesta de Mandoki de una estética de la vida cotidiana trae al análisis la dificultad que implica considerar lo bello o lo feo como categorías estéticas absolutas que se imponen a las particularidades y preferencias de las distintas culturas, como si la belleza fuera única sin importar la cultura. ¿Serán fenómenos estéticos las extensiones de cuellos, labios u orejas de África, o las reducciones de pies de oriente, o reducciones de cráneos de tribus indígenas si tenemos como único modelo la idea de una belleza absoluta? Según esta ampliación, la estética no es sólo mostrar para producir algún efecto sensible, sino que el efecto estético depende de un influjo de informaciones consuetudinarias que se naturalizan para constituir las identidades culturales. Por consiguiente, esta estética depende de los procesos con los que cotidianamente se filtran las informaciones de la política, de la historia, de la economía, de la religión, de los medios masivos de comunicación y de las redes sociales, es decir, en la manera en que entremezclan informaciones sin prevenciones de cuáles son sus orígenes o funciones.

La belleza no puede considerarse absoluta porque no existe como una predeterminación inalterable, sólo existe como experiencia en la psiquis de un sujeto. La belleza no está en el exterior esperando, inmaculada, a ser percibida, sino que se constituye en los juicios que elabora el sujeto a partir de las consideraciones particulares de su contexto social. ¿En dónde está la belleza de las fotografías de Jesús Abad Colorado? En sus más de dos décadas de publicación de fotografías del conflicto armado en la prensa colombiana, sus imágenes producían dolor, tristeza, consternación, no obstante, vistas en retrospectiva y al interior de los museos empiezan a tomar matices de belleza porque quedan cubiertas por el aura del arte. Pero además del espacio expositivo, son los espectadores que pueden observarlas los que le atribuyen esa condición, pues son sujetos de ciudad informados de las atrocidades y no sufrientes de las mismas. Pese a ello, que es una de las funciones vitales que el arte puede aportar al posconflicto, ¿descubrirían belleza las victimas de esas atrocidades cuando se enfrentan a la imagen que deposita el mayor horror de sus vidas? Por estas circunstancias y por tantas otras que se nos escapan es que la estética no puede reducirse a una experiencia que produce el arte, ni tampoco a un sinónimo de belleza.

Desde Mandoki y a la luz del trabajo de Abad Colorado podemos intuir que uno de los grandes malestares del desarraigo por el conflicto armado es el desprendimiento radical de los desplazados de su estética rural, sumado a la dificultad de considerar como propia o parte de la expresión de sus modos de ser la estética urbana. El sujeto de la Colombia rural, que ha vivido el conflicto armado, condiciona su estética a la tierra como lugar de acuerdos y compromisos, de memoria, de producción y sustento familiar, de devoción a el santo patrono, de lugar para decir, burlarse y divertirse. ¿Cómo sustraerse de los paisajes montañosos, de las neblinas y el despunte de sol que estimula al gallo a cacarear, de las lagunas, las playas, las selvas, los manglares, los páramos, los ríos y la sombra que refresca ante el calor inclemente que invitan a la introspección y a el silencio? ¿Acaso la estética urbana con los colores de los edificios, los rincones ruinosos, las sonoridades de los vehículos y la industria, los grafitis, los museos y las bibliotecas[1] puede reemplazar sin convulsiones el terruño de la estética rural?

Es complejo dimensionar el impacto que sufren los desarraigados cuando a fuerza de fusil y miedo han sido obligados a abandonar la vida que sólo tiene sentido con la estética rural. ¿Será que la estética que busca dar significado a la vida de la diáspora de los desplazados puede circunscribirse a los cinturones de miseria, lugar donde la angustia y esperanza confluyen, donde no hay modos de producción y sin embargo hay que producir? ¿Qué tipo de arte sería bello y, al mismo tiempo, introduciría significados alternativos de sus propias circunstancias[2]? La estética para la vida es una apuesta que busca indagar sobre los aspectos que permiten consolidar modos de fortalecimiento social cuando se tiene en cuenta las circunstancias que permiten desarrollar las formas de mostrar la vida en sociedad. Por ello, diferenciar la estética rural de la estética urbana es reconocer modos de ser y vivir en el mundo con un mismo grado de importancia.

¿CÓMO PODRÍA LA ESTÉTICA PARA LA VIDA CONTRIBUIR AL POSCONFLICTO?
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[1] La promoción de bienes artístico es mayoritariamente urbana. Para un enfoque particular revisar el artículo Infraestructura del arte en: 
[2] En este cuestionamiento es importante considerar el origen y desarrollo del Street Art. Para una ampliación de este tema consultar:
http://forobatartepopular.blogspot.com/2017/06/street-art-o-la-imagen-nomada.html