Por: Elkin Bolaño Vásquez
Coordinador educativo, Fundación BAT
Echar raíces, asentarse y afincarse son sinónimos que contienen es su esencia una vinculación directa con la tierra, un compromiso de vivir el proceso completo de cultivar y cosechar. Proceso que al homologarse con el relacionamiento entre las personas implica el desarrollo de redes de apoyo y solidaridad. Y es que en el transcurso de este proceso se articulan saberes y necesidades que se adaptan a las exigencias y contingencias propias del día a día. Saberes que en su trámite producen una idea de territorio que abarca mucho más que el espacio geográfico que puede estar suscrito a un carácter identitario.
Una cosa es habitar el territorio como lugar de encuentro y acontecimiento y otra es lo que se experimenta estética y emocionalmente según las creencias y significados que dan soporte a la existencia. Por ello, pensar el territorio a través del arte invita a salir de los preceptos culturales y espaciales para atreverse a ver las sincronías y disfuncionalidades que surgen en las relaciones comunitarias, a través de los lentes de otras lógicas territoriales. Aquí hablamos del campo y la ciudad, y de las consecuencias particulares que se han creado en torno al conflicto armado en Colombia y que aún, después del acuerdo de paz, siguen sin soluciones concretas.
En Colombia echar raíces, asentarse y afincarse es habitar el dolor, es reconocer que las heridas siguen abiertas, pero con la oportunidad de suturarlas, haciendo que las cicatrices sean protagonistas de nuevas conversaciones que superen los prejuicios y estigmas de acciones valerosas tergiversadas, es decir, de acciones que permitieron a comunidades conservar sus modos de relacionamiento.
En Colombia arraigar exige revalorar los estados emocionales del desarraigo para desarrollar otros modos de habitar, lo que trae consigo otros modos de construir, cuidar y abrigar experiencias, porque crea nuevos significados en la intimidad y otros sentidos a la vida.
Arraigar también involucra procesos que se han generado por la globalización. La avalancha de conocimientos, informaciones y creencias, sin descuidar motivaciones, deseos y esperanzas de culturas y sociedades asentadas en territorios distantes y casi inalcanzables, también se filtran, sin darnos cuenta, en las obras de arte que parecen autóctonas de algún territorio. Parece que es cada vez es menos probable que el arte se refiera al terruño del artista, sin que exista algún repertorio semántico foráneo que influya. Pensemos, por ejemplo, en la aparición de las chaquiras en el proceso artesanal de las comunidades indígenas del Putumayo.
De esta manera, la renovación que trae consigo el arraigo queda permeada con la búsqueda de novedades que están a la orden del día y que se inclinan por el entramado de nuevos valores que aparecen y que se aceptan de manera acrítica. Dinámica que puede observarse a través de las apropiaciones del arte y que permite abrir posibilidades de tamizarlos en distintas versiones, pues sus claves representativas y simbólicas permiten abordar este tipo de complejidades que pueden volverse estructurales en las comunidades que empiezan a constituirse a partir del rearraigo.
Una de las conclusiones más fuertes que se sustrae del proceso de largo aliento en el que se han empeñado los artistas que participan permanente en las convocatorias del Salón BAT de arte popular, es la importancia e influencia que ejercen sus territorios a la hora de explorar creativamente las temáticas propuestas, para cada versión, por parte de la Fundación BAT y en consecuencia, termina por construir líneas de fuga desde las cuales el arte ofrece alternativas para hacer visibles los elementos simbólicos que han escogido las comunidades para transferir el dolor y los recuerdos compartidos y que muchas veces se desconocen porque están por fuera de la lógica de los monumentos. Líneas de fuga que simbolizan procesos cardinales para echar raíces.
El arraigo es una intención con la que las comunidades actúan en un territorio y desde la cual se promueven distintas formas para vivenciarlo. Formas que terminan expresándose en comportamientos rituales que crea metáforas de nuevos acuerdos y encuentros en las que los intereses fluctúan entre la disputa y la complementación. Tras el arraigo aparece el terruño como el escenario de la interacción colectiva. De aquí se desprende, que el arraigo reivindica el acto simbólico del encuentro cuando es permeado por estrategias artísticas.
De esta manera, considerar el arraigo a través del arte es visualizar el terruño como un escenario que es enriquecido semánticamente por aspectos simbólicos silenciosos que permean las disputas y los acuerdos comunitarios.