Por: Elkin Bolaño
Vásquez
Coordinador
educativo. Fundación BAT
El siglo XXI se identifica
insistentemente como una era en la que la humanidad enmascara su cotidianidad
con el conocimiento, la información, la innovación y la creatividad. Y digo
enmascara porque resulta cada vez más difícil desvincularse de las formas relativas
que adquieren conceptos como la verdad o la realidad. Los hechos ya no son
verdades, sino situaciones a las que nos aproximamos desde aristas disímiles
que dependen del tipo de conocimiento que las intenta explicar. Otro tanto
sucede con la posverdad, que cambia de manera deliberada los significados de
los acontecimientos. Igual sucede con la realidad porque se necesitan
adjetivos para diferenciarlas.
Las realidades digital, aumentada,
social, mental, económica y política están circunscritas a nichos muy
específicos, desde los cuales pueden gestionarse y describirse de manera
prolija, sin la obligación de articularse con las otras, pero sin que se puedan
desestimar las injerencias entre unas y otras. Y es precisamente en las
hendiduras que se abren entre tales nichos y sus afectaciones mutuas donde el
arte busca alimentar su impulso productivo o al menos esa es la justificación
para autovalorarse como una experiencia sublime. En ese mismo sentido, la
información, la innovación y la creatividad se reconocen como fuentes vitales
del arte, pero cuando nos preguntamos por el tipo de conocimiento que
desarrolla, su explicación no resulta tan obvia, debido a que este es un
proceso que se atribuye, casi de manera exclusiva, a la ciencia, porque todo es
cuantificable.
La virtud que tiene el arte para
relativizar la verdad o la realidad gozaba de gran prestigio, porque se
experimentaba como una válvula de escape que permitía descubrir belleza en
situaciones inimaginables. En la época actual esa exclusividad se ha perdido y
el arte tiene que competir con el “capitalismo de Silicon Valley” que, como
sostiene Heinz Bude en su libro La sociedad del miedo, “está enfocado en
transformar todo aspecto de la vida cotidiana en capital productivo, simbólico,
social o económico” (p.103). Por ello, surge la confusión de si lo que se
necesita para posicionar el arte dentro de las dinámicas sociales es voluntad,
virtuosismo, pasión, relacionamiento o la articulación entre todas éstas y en
qué proporciones.
Como resultado, la capacidad
transversal que tiene el arte para articular distintas facetas de la vida
humana, sufre un cambio en la manera como es percibida por la sociedad porque
se observa como un asunto suntuario que busca satisfacer a museos, galerías y
coleccionistas, lo que termina por desdibujar ese potencial articulador y, por
tanto, diluir su imagen como productor de bienes simbólicos que puedan ser
apropiados por distintos grupos sociales. Esto parece indicar que aquellos
artistas cuya producción no responda a las dinámicas del Silicon Valley, se
enfrentan a la exclusión de un rango social que, en períodos históricos
anteriores, correspondía a su habilidad de renovar significados. Tal situación
la define Bude como bienestar precario porque “la situación vital, social
y económica actual no satisface una necesidad de prestigio que se considera
legítima” (p.68).
Esto se debe a que tal capitalismo ya
no opera sobre la lucha frenética individualista o introspectiva, para el caso
de los artistas, sino que “premia la capacidad de asumir la perspectiva de
otros” (p.25), para poner los procesos creativos al servicio de la satisfacción
de deseos que, al tiempo, se convierten en control de la conducta, lo que
afecta directamente las propias expectativas e intenciones. Y la secuela para
el arte es que el ejercicio introspectivo que sirve de fuente para el trabajo
del artista se traslada hacia afuera donde los miles de reflejos del mundo
social se apresuran a moverse entre apariencias, mientras las esencias que
impulsan los intereses se ocultan entre velos.
Esto trae consigo un dilema porque las
ramificaciones que surgen por la confluencia entre el conocimiento, la
información, la innovación y la creatividad que impulsa la era actual, no son
más que significados y prácticas simbólicas que se usan y desaparecen
aleatoriamente, lo que termina por transformar los oficios que puedan
“garantizar unos ingresos suficientes y una alta estima. Por eso surge la
confusión en cuanto a la transmisión de la cultura, el saber y el significado”
(p.77), que implica la preocupación por un legado que fracasa en su objetivo
por mostrar los procesos y los cimientos desde los cuales construirán las
siguientes generaciones.
Como consecuencia, la actualidad que
experimenta el mundo del arte, con sus productores, promotores y analistas,
queda atravesada por una sensación de fracaso que ya no compete exclusivamente
al ser individual que debe asumir la responsabilidad por sus decisiones, sino
por la complejidad de una situación social que se desata con el rápido
intercambio entre las tendencias y la obsolescencia, y que la adaptación de las
personas no puede seguir su ritmo. En todo caso, cuando hablamos de la
actualidad del arte, implícitamente se expresa una preocupación por los cambios
de roles que tendrán los artistas que no alcancen a disfrutar de las mieles del
éxito que se genera en las intersecciones entre los museos, las galerías y los
coleccionistas.