Por: Elkin Bolaño Vásquez
Coordinador educativo. Fundación BAT
Las últimas noticias sobre los desarrollos de la Inteligencia artificial (IA) han abierto un debate público mundial de cuáles podrían ser los trabajos que tenderían a desaparecer y como consenso general se inclina la balanza por aquellos altamente estandarizados. Sin embargo, con la aparición de DALL-E que crea imágenes inéditas en segundos o la IA LAMDA que contrató a un abogado para que defendiera sus derechos como persona o ROSS el primer robot abogado que litiga usando inteligencia artificial, el tema se extendió hasta las percepciones sensibles (interocepción) y el pensamiento creativo que aún se asignan, casi de manera exclusiva, a la especie humana.
Estas transformaciones suceden cuando se ha identificado un cambio antropológico en las generaciones recientes debido a que tienden intuitivamente a la “construcción social de la realidad”, mientras que en las generaciones anteriores predomina la “realidad adaptada a los intereses individuales". Y en medio de estas dos circunstancias, como lo explica Heinz Bude en su libro, La sociedad del miedo, se desarrolla una sociedad que “se compone de gente que se ocupa de aplicar el saber y de producir significados” (p.76). En tal sentido, cabe preguntarse ¿cuál es el rol de los artistas en la aplicación y la producción de significados?
Como se sabe, los significados ganan o pierden valor en la medida en que se alimentan de diversas interpretaciones y usos, pero sus posibilidades de permanecer se deben especialmente a sus potenciales para introducirse en la cotidianidad social, donde rara vez se cuestionan. Por ello, la importancia de considerar las distintas formas de construir la realidad porque ello implica diversas maneras de asumir o enfrentar las aplicaciones y valoraciones en los usos de las IA, es decir, como individuos aislados o como comunidad.
Aunque se acepte que aplicar y producir significados deviene algún tipo de privilegio para algunos segmentos sociales, ello no garantiza una apropiación exclusiva, debido a que son actividades que dependen del tipo de conocimiento que adquiere preponderancia en un momento específico, lo que obliga a que las valoraciones fluctúen o sean fugaces y, por tanto, el reconocimiento de esos grupos sociales se intercambia entre unos y otros, lo que lleva a la creación excesiva de significados que aspiran a presentarse como valor inmaterial del saber y, por tanto, a convertirse en bienes simbólicos.
Pero si la lucha está en mantenerse dentro de las corrientes de tal exceso, es fácil conjeturar que ya tenemos la batalla perdida con las IA. Ya no sólo hablamos de crear tendencias, necesidades o comodidades, sino de la velocidad para producirlas y consumirlas. En consecuencia, el quehacer humano comienza a perder referencias y el trabajo como paradigma en la creación de sentidos de vida, se desvanece. Y de esto no se escapa el arte que opera bajo las condiciones del mercado o el que caza prestigios. Por ello, como lo explica Bude: “el miedo es el principio que tiene una validez absoluta una vez que todos los demás principios se han vuelto relativos” (p.14), porque las valoraciones y los significados planteados desde el arte también pueden gestarse desde otras maneras de asumir las realidades personales y colectivas. En otras palabras, la realidad que nos se aparece y presiona cotidianamente se hace relativa y obliga a apropiarnos de significados para fluir con ella.
De tal manera que ROSS, el robot abogado, es un ejemplo de lo que sucede con otras IA a las que se las puede considerar artistas, incluso en la danza, porque el movimiento del cuerpo se puede expresar por medio de un holograma. Así, el artista que sufre el síndrome de la hoja en blanco, que siente fatiga, que tiene dolores y manías, que necesita descansar, no podrá mantener el ritmo de las IA diseñadas con procesos cognitivos de características creativas.
A pesar del pesimismo que se puede interpretar en este artículo no debemos olvidar las suposiciones que justifican las películas futuristas distópicas, en las que el ser humano siempre logra generar actividades inimaginables que desarrollan algún sentido de vida, al tiempo que permiten desarrollar distintas cotidianidades con las IA. Porque, al fin de cuentas, la especie humana tiene necesidades que debe suplir de cualquier forma y motivaciones como el miedo o el dolor (nocicepción) que debe enfrentar, mientras que las IA están condicionadas a algoritmos que autocontienen su única necesidad de aplicar y producir conocimientos al infinito.
De tal forma, que producir arte en esta situación sociohistórica es una tarea que sobrepasa las pretensiones del ego autocomplaciente, para abrirse alternativas con características sinestésicas, que se sobreponen a la elocuencia algorítmica de las IA, mientras permiten desarrollar la intuición creativa de los artistas. Esto es, dar respuesta a las necesidades, el miedo y el dolor. En todo caso, el futuro del rol de los artistas, teniendo dentro del campo de acción a las IA, es una aporía a la que podría aplicarse la navaja de Ockham. Pero también puede considerarse como un asunto similar al gato de Schrödinger. No obstante, lo único cierto es que la obsesión de la especie humana por alejarse de lo que lo vincula a la naturaleza, en la búsqueda del posthumanismo, irremediablemente hace que este tema tenga un presente que afecta a las generaciones que conviven con distintas expresiones de realidad.