Por: Elkin Bolaño Vásquez
Coordinador
educativo. Fundación BAT
Para vislumbrar las
complejidades que experimenta el arte en el proceso de su democratización es
importante considerar la propuesta de Jacques Rancière relacionada con el reparto de lo sensible debido a que este
autor considera de vital importancia la revalorización de todas las
potencialidades del ser humano, especialmente al observar una relación cercana entre
la política y el arte.
En la definición y las
diversas funciones que Rancière propone para el reparto de lo sensible,
se nota una suerte de intercambio de lo que aceptamos bajo el concepto de arte,
con los que serían los objetivos más profundos de la política. El autor afirma
que el reparto de lo sensible es la posibilidad de “pensar cómo
se organiza, en un espacio dado, la percepción del propio mundo, cómo se
vincula una experiencia sensible a modos de interpretación inteligibles” (p. 256,
2011), especialmente si nos detenemos en las maneras como cada uno de los dos
crea sus propios discursos.
Entre ambos, arte y política,
existe la necesidad de apropiación de las bondades de la ficción, en tanto que
permite afirmar, contradecir y divagar para formar criterios de interpretación
que no estén sujetos a las presiones de la realidad física. Ambos usan la
ficción porque facilita la ambigüedad y la verosimilitud de los intereses que persiguen.
Estas “dos maneras de producir ficciones rediseñan paisajes nuevos de lo
visible, de lo decible y de lo factible” (p. 118, 2013), desarrollando diversas
disputas con lo real. La realidad en este contexto, deja de existir por fuera y
con independencia del ser humano, para convertirse una realidad capturada por la ficción, que solo es
reconocible a través de los enunciados que se comparten persistentemente, sin
que exista una obligación de coherencia con la experimentación de la vida. Por
ello, la versión de realidad que se impone es aquella que se masifica, la que se
repite permanentemente en la cognición.
Por ello, se insiste que en los
mundos que gestan el arte y la política predominan realidades ocultas y negadas,
donde los ciudadanos-espectadores muestran sus preferencias al no verla, al no
aprender a verla o al “no querer
verla por ser responsables de ella” (p. 106, 2013). Pero más que todo, el arte
y la política usan la vergüenza como una definición de tales actitudes, porque
si no apuestan o rechazan tales realidades ficcionadas, es por la falta de capacidad.
En esta forma de enfrentar la realidad, surge la tensión entre los que saben y
los que ignoran, pero especialmente aparece la necesidad de distinguir entre
quienes están autorizados para decir y ser escuchados, frente a los silenciados
e ignorados.
No obstante, y a partir del
empobrecimiento que implica este tipo de dinámicas, Rancière propone la urgente
necesidad de una emancipación que limite el privilegio de aquellos que se han
apropiado de la escena del arte y la política, para articular el saber y la
ignorancia como situaciones complementarias que permiten que las personas
reconozcan las influencias que reciben y producen en otros. Es decir, “afirmar la
capacidad que tiene cualquiera de ocuparse (pensar, hablar) de temas que, por
naturaleza o consenso, no le corresponderían” (p. 21, 2011). Produciéndose un reparto de lo sensible, porque se establecerían nuevos criterios de
interpretación, compresión y vivencia de los espacios y tiempos, de los acuerdos
y controversias, de la escucha y el silencio, de lo visible y lo invisible.
Así mismo,
no debemos descuidar que tanto el arte como la política se gestan, se reflexionan
y se ejecutan “por sujetos que no son grupos sociales, sino agentes
de enunciación y de manifestación” (p. 89, 2011) que generalmente actúan en las
tangentes de las dinámicas sociales. Esto quiere decir que son sujetos que asumen,
con convicción, su derecho a decir y a proyectar, que no esperan que los dueños
de la escena les permitan el acceso, sino que crean sus propios escenarios, al
romper con el rol, el intelecto y la sensibilidad que les ha impuesto la
sociedad para sus opciones de vida.
Según lo
anterior, se puede afirmar que la democratización del arte, extrapolando las
palabras de Rancière, “empieza cuando los que “no pueden” hacer
una cosa muestra mediante los hechos mismos que sí pueden” (p. 196, 2011). Esto
quiere decir que el acceso abierto y espontáneo al arte supone aceptar a los ciudadanos-espectadores,
como agentes sociales que reivindican
su visibilidad cuando se les permite intervenir y afectar sus propias apariencias,
al construirlas según las bondades de la ficción, de tal manera que se puedan
extender puentes entre los mundos perceptibles y los campos de la vivencia que son
ocultados o negados cuando son las voces autorizadas las que definen lo que se
debe ver, escuchar, pensar, imaginar y proyectar.
Rancière, J. (2011). El tiempo de la igualdad. Diálogos sobre
política y estética. Barcelona: Herder.
González Panizo, J. (2013). Jacques Rancière. Estética y política. España:
Eutelequia.