Por: Elkin Bolaño Vásquez
Coordinador educativo.
Fundación BAT
Cuando la globalización se fortalece
como la operación absoluta de la idea
de desarrollo, y el libre mercado como el intercambio
inevitable al que la población mundial no se puede resistir, se abrieron
posibilidades que desbordaron su control y creó una infinidad de relaciones que
afectaron las capacidades sensitiva, cognitiva y comunicativa del ser humano.
En esta maraña de
posibilidades, el arte y la estética gestaron procesos “emancipadores” por
medio de las vanguardias artísticas, o al menos esta es la postura que
mantienen los estudios especializados del arte. A este respecto Jaques Rancière
hilvana de una manera distinta tales procesos. Sostiene que las llamadas
“revoluciones artísticas no nacieron de
decisiones de ruptura, autonomizando el arte en general y cada arte en
particular” (p. 204, 2011), sino que la salida de “lo bello” del reino
artístico, llevó al arte a su desmitificación porque se desdibujaron sus
fronteras con el no-arte. En tal sentido, las vanguardias artísticas son una
consecuencia de una revolución estética y no de postulados artísticos que
cambian las formas de ver y entender lo social.
La revolución estética lleva
a lo bello a un anonimato que convierte a cualquier aspecto de la vida en
“materia artística”, haciendo del arte un medio de expresión que ya no goza de
la trascendentalidad clásica, porque comparte con el no-arte los terrenos del
libre mercado. Por tanto, se hace urgente la constitución y consolidación de
redes institucionales que funjan como garantes de lo que se puede considerar
arte frente al no-arte. Bajo estas circunstancias el arte no es solamente lo
que hacen los artistas, es más bien lo que es avalado por los circuitos institucionales.
Además, según los enunciados de Rancière, “la
multiplicidad de prácticas artísticas demuestra que existe una incertidumbre
sobre el fin perseguido” (p. 105, 2013). Porque lo artístico, desmarcado del
saber hacer de los artistas (arte contemporáneo), se ha transformado en una
práctica social que responsabiliza al espectador, al tiempo que crea un efecto
espejo, en el que lo visible del arte no se diferencia de la apariencia del
no-arte.
Esta falta
de diferenciación permite a este autor postular una concepción de igualdad que
trasciende los presupuestos políticos, para acercarse a una suerte de
dignificación de potencialidades de los individuos, al reconocer que entre los
miembros de una sociedad y con independencia de los roles que se desarrollen,
debe operar una “igualdad de las inteligencias y de
la capacidad que tiene cualquiera de hablar y ocuparse de asuntos comunes” (p. 10,
2011), entregando a cada uno la responsabilidad de lo que interpreta, justifica
y defiende, pues las opciones de disenso de las posturas individualizadas, hacen
que la diferencia y la igualdad se articulen e inspiren.
Pero para comprender la
responsabilidad que se le atribuye al individuo, que para el campo de las artes
vendría a ser el espectador, Rancière aclara que dentro de su postura teórica
no existe la pretensión de disminuir la influencia que pueda tener lo social en
la formación de criterios de comprensión. Sino que, desde el reparto de lo sensible, la sociedad ya no puede ser entendida
como una masa homogénea que se mueve según la lógica de determinadas creencias
y tradiciones, sino que más bien lo social se ha transformado en espacios donde
coinciden heterogeneidades, con las que los acuerdos tácitos pasan a segundos y
terceros planos, dando prelación a los disensos, debido a que estos son los que
definen los márgenes de relacionamiento.
El análisis llevado a cabo
por Rancière lo lleva a afirmar que la escena artística está suscrita a lo que
él denomina el reparto de lo sensible,
con el cual los individuos, según sus contextos materiales y cognitivos, gestan
“articulaciones entre cosas que pueden
percibir, nombrar y pensar” (p. 269, 2011), dando
como resultado formas eclécticas de relacionamiento en los distintos grupos sociales.
En tal sentido, el arte pierde su sobrevaloración al momento de proponer
alternativas interpretativas, pues esta responsabilidad recae sobre los
individuos que desarrollan sus propios esquemas de comprensión y con los cuales
definen y justifican sus experiencias.
De esta manera, la revolución
estética, atravesada por las potencialidades del arte y alimentada por la articulación
e inspiración entre la diferencia y la igualdad, enfatiza que no razones para
desviar los asuntos comunes a conocimientos especiales, sino que más bien, se
abren espacios para todo tipo de enunciación, donde los oídos del arte se
convierte otros instrumentos de escucha.
Si ahora, toda nuestra vida es material para lo artístico
¿Cómo hacemos para diferenciar nuestro arte del no-arte?
Rancière, J. (2011). El tiempo de la igualdad. Diálogos sobre política y estética.
Barcelona: Herder
González Panizo, J. (2013). Jacques Rancière. Estética y política.
España: Eutelequia.