Por: Elkin Bolaño
Vásquez
Coordinador Educativo
Fundación BAT
Para abordar las relaciones de
intercambio entre el turismo cultural y el arte debemos tener presente la
siguiente premisa: toda producción artística es un bien cultural, pero no todos
bienes culturales surgen de procesos artísticos. Esto quiere decir que el
disfrute cultural no incluye, necesariamente, el consumo artístico, a pesar que
las instituciones responsables de la política pública los consideren un mismo asunto.
Para comprender esta
diferencia conviene extender hilos conectores entre las distintas estadísticas
que hacen estudios del tema. Entre ellas tenemos el Censo Gastronómico de la
Candelaria 2019, el Diagnostico Turístico 2019, el Diagnostico Candelaria 2020,
“Un Nuevo Contrato Social y Ambiental para la Bogotá del siglo XXI”, para la
Localidad de La Candelaria 2021-2024, el Informe de Gestión de IDARTES
2016-2019 y el Plan Estadístico Distrital.
La Localidad de la
Candelaria, en Bogotá, proporciona el ejemplo ideal para analizar la
complejidad que se genera entre el turismo cultural y el arte. La primera de
ellas se identifica con el alto porcentaje de población flotante (requisito
para cualquier ciudad que promueva el turismo cultural) y sus preferencias de
consumo cultural que están relacionadas con actividades de acceso público y gratuito,
por lo que se infiere que los servicios por los que pagan las personas son los habitacionales,
de alimentación, de entretenimiento, de artesanías y de transporte sin que esto
suponga un beneficio directo sobre la oferta artística, debido a que,
independiente de la capacidad de gasto de los turistas, es la inversión
gubernamental la que garantiza, en alto porcentaje, los costos relacionados con
los procesos creativos, de gestión, de exhibición y divulgación de las artes. Consecuentemente,
las inversiones en infraestructura, los programas de estímulos y de salas
concertadas, los procesos de formación artística y escenarios alternativos de
divulgación y presentación de proyectos son la columna vertebral de la oferta
de la que se beneficia el turismo cultural.
Otra complejidad que se identifica es la reiterada
justificación de la función social y profesional del arte diferenciándolo de la
cultura, debido a que esta última se reconoce como una dinámica orgánica de la
que todos los miembros de una comunidad participan, mientras que para el arte
se deben crear estrategias para la formación de públicos. Sin embargo, la
valoración de estas estrategias no pasan de ser una cantidad numérica que terminamos
por aceptar acríticamente, exigiendo el aumento de las cantidades para después
justificarlas románticamente, dando como resultado un vasto volumen de datos
que, según las compresiones que se pueden sustraer del estudio realizado por el
Plan
Estadístico Distrital, poco
o nada permiten explicar las virtudes de la experiencia de la apreciación
artística, especialmente cuando los espectadores carecen del conocimiento
básico para ello y que tampoco son tenidos en cuenta en la elaboración de
políticas públicas para el arte y la cultura.
Entre dichas complejidades aparece el emprendimiento que se
justifica desde tres perspectivas. La primera es la visión romántica según la
cual la capacidad creativa y la voluntad de insistir y persistir del proceso
artístico, que ahora es el mayor atributo del emprendedor, puede transferirse a
las posturas del mercado como algo natural, que se conecta con la visión
pragmática que sólo se enfoca en el resultado, lo que reduce la creatividad a
un oráculo que debe descubrir el ideal de consumo del público. Esta segunda postura
limita la reflexión y termina por reproducir una lógica empresarial que desvirtúa
los procesos artísticos.
La tercera visión, de corte vanguardista, convierte a la
innovación en un adjetivo aplicable a todo lo que hace, cuando en realidad se
apoya en dinámicas exitosas del pasado que se presenta según la estética y nomenclatura
tecnológica. No obstante, es fácil encontrar que estas tres visiones se entremezclan
sin darnos cuenta y sin que cuestionemos si el arte necesita de la visión romántica
para justificar su valor social o si es posible desenmarcarlo de la postura institucional,
que tiende a estandarizarlo, para explorar e impulsar otras alternativas de divulgación,
apreciación, financiación y presentación.
Según lo anterior, la conclusión que salta la vista es que el
consumo cultural y artístico dependen de la financiación del Estado, siendo el
primero admirado desde la mirada turística, del transeúnte que se toma una selfie mientras disfruta de restaurantes,
entretenimiento o compra suvenires. El segundo, apreciado por una pequeña
porción de personas que paulatinamente configuran su propio capital compresivo,
tiene un margen reducido de venta de entradas, que rara vez es comprada por el
turismo cultural, y a la que se le ha impuesto la imposible obligación de
financiar los museos, las funciones teatrales o los recitales musicales.