Por: Elkin Bolaño Vásquez
Coordinador educativo
Fundación BAT
Pensemos en el espectador que cierra sus ojos para experimentar la obra que tiene en frente. Entiende que su mirada no es suficiente, necesita recurrir a la imagen que se construye en su mente con la ayuda de cualquier tipo de información que pueda extraer de sus recuerdos para conectarse con los mensajes vedados que pueda contener la obra. Intentar franquear las fronteras de la belleza para adentrarse en ella, necesita que ciertos vínculos, resguardados en el inconsciente, salgan a flote y que las intuiciones construyan las ideas que habitan de manera borrosa la obra. Esta es una tarea que exige parsimonia y que es una actitud contraria al bullicio y la velocidad de la sociedad contemporánea.
Cerrar los ojos para descubrir
los secretos de una obra suena contradictorio cuando se asume que toda imagen es
aquella que atraviesa la retina, descuidando el proceso activo que desarrolla
el cerebro, incluso sin intención. Los sueños al dormir, se caracterizan por las
escenas aleatorias y fragmentarias que no se pueden controlar y que el cuerpo
los vive intensamente, produciendo sudoración o movimiento espontáneo. Así que
cerrar los ojos para la contemplación puede resultar una experiencia mucho más
profunda de lo que la retina puede ofrecer.
Franquear los velos en donde
se resguarda la belleza exige apaciguar el vertiginoso movimiento que excita
la vida actual. Lo urgente acapara todo y lo importante se desplaza a
profundidades que pocos se interesan en auscultar. Es en estas circunstancias
donde la apariencia se impone, donde todo se vuelve piel y la mirada es incapaz
de posarse, sólo pasa de largo. Esa piel que obnubila nuestros sentidos es la
cualidad que más contribuye a las ideas sin fundamentos, a valorar
arbitrariamente nuestro derredor. La apariencia domina el terreno de la luz y
hace que la mirada se deslice, se resbale sin la posibilidad de la textura. Si no vamos más allá del límite de la córnea, no podremos imprimir huellas en la memoria, condición indispensable del recuerdo. La apariencia no se preocupa por fomentar
tensiones o búsquedas de sentidos porque no soporta que urgen bajo su piel.
La apariencia estandariza la
percepción y dificulta alimentar las capacidades creativas. Es la textura, la
sensación de lo diferente, lo que permite el surgimiento de ideas que sueñan, de
pensamientos que pueden arrancar belleza de la tragedia humana. A pesar del dolor
que despide su esencia, la apariencia que reviste a la tragedia, que impulsa la huida de la mirada, sucumbe ante
la pausa y la contemplación. Así la vacilación se vuelve carismática y aspira al develamiento. En el tránsito de la apariencia a la
belleza se recorre las tensiones de la sensualidad, no en el sentido de lo
sexual, pues es un retorno a la apariencia, sino en su constatación de que
cualquiera de los sentidos puede desarrollar la experiencia de un placer que va
más allá de la piel, recreándose en las perplejidades de
la contemplación.
Si procuramos ensanchar las
fronteras de la selección de palabras que hace Roland Barthes cuando afirma que
“cerrar los ojos significa hacer hablar
la imagen en el silencio”, implica recorrer un camino de descubrimientos
sucesivos que no hablan de aquello que está afuera, sino de los elementos a los
que recurrimos para construir coherencia en la forma de actuar la vida. Cerrar
el contacto hacia el exterior obliga a leer el lenguaje mudo que reina en la imagen,
que excede toda exigencia racional y se desarrolla como un conocimiento
experimentado. Cuando el ojo deja de ver, aparece en la mente un espacio
silencioso que algunas veces tensiona, otras tantas hiere, pero que inevitablemente
abre la posibilidad del descubrimiento.
Tal inevitabilidad no es
ajena a las paradojas de la incertidumbre. Es un algo que sucede y que se
escapa a toda forma de control. Rilke lo expresa de la siguiente manera: “estoy aprendiendo a ver. No sé a qué se
debe, pero todo penetra en mí más hondamente y no se queda en el lugar en el
que siempre solía terminar. Tengo un interior del que no sabía. Ahora todo va
hacia ahí. No sé qué es lo que ahí sucede”. Por ello, el ver contemplativo está
a la espera de que la belleza suceda. La belleza no se deja desvestir. Se cambia de velos y obliga a reconocer la indumentaria que
prefiere. Tal vez lo vaporoso y lo sedoso que se adhiere a una forma que
delinea un contorno y que provoca imaginar su contenido, lo que se abre y se
cierra es lo que más atrapa la atención.
Descubrir el secreto de la
belleza depende del perfeccionamiento en la demora. Así que dejar que suceda supone
una agudeza que se refina en la experiencia que no necesita controlar ni
poseer. En este sentido, afirma Hegel “la
contemplación de lo bello es de tipo liberal, un dejar estar a los objetos como
libres e infinitos en sí mismos, sin querer poseerlos ni utilizarlos como
útiles para necesidades e intenciones finitas”. Para desvestir la belleza
es decisivo reconocer su libertad, pues se desliza entre velos y no se deja
atrapar. Siempre tendrá perfiles que no se dejará ver.
Si detener el exceso de la vida actual es necesario para experimentar la belleza, entonces ¿Cuáles son tus compromisos para develar la belleza de tu cotidianidad?