Por: Elkin Bolaño Vásquez
Coordinador Educativo
Fundación BAT
Para aceptar la diversidad es necesario reconocernos como diferentes, no en
el sentido de convertirnos en extraños para lo demás, sino como parte vital del
engranaje social en el que interactuamos, sea como soporte de una familia, como
parte sustantiva del contexto laboral o como miembro en el círculo de amigos. En
cada uno de estos espacios evidenciamos la diferencia y la aceptamos como
natural, pero todo lo que ronda por fuera lo descartamos por la poca
importancia que le atribuimos. Y es precisamente afuera donde la diversidad
deambula con su riqueza de puntos de vista y de experiencias, que fungen como invitaciones para discernir sobre lo que parece
que somos o para agudizar la mirada en la búsqueda de un querer ser que se consolidan en la búsqueda de valores trascendentales
para la vida.
Imaginar lo distinto, tanto para sí mismo como para el colectivo social es,
en el mejor de los casos, inclinarse por la idealización de algo que se concibe
como mejor, en la peor de las opciones, como la angustia por la posibilidad de
materialización de nuestros temores más profundos. Idealización y angustia
alimentan el debate sobre la función social de una imaginación que va mucho más
allá del uso que le dan el arte y la ciencia. Imaginar según la idealización o
la angustia entraña la necesidad de algo “distinto” con la expectativa de
encontrar algo mejor, es decir, la imaginación se preocupa por el cambio sin importar
la causa que lo impulse.
La preocupación no surge solamente por padecimientos negativos.
Si la preocupación profesa lealtad al cambio, entonces su etapa de juzgamiento permite
el desarrollo de diversas versiones sobre un mismo asunto y, por tanto, ayuda a
dosificar las respuestas del comportamiento impulsivo. He aquí la clave de la
trascendencia de la imaginación para la vida, pues la oportuna y coherente
dosificación de nuestras objeciones y convicciones supone reconocer el valor de
lo “distinto” como prerrequisito de la riqueza afectiva y comprensiva de la
vida.
En este sentido, la dosificación impulsada por la imaginación
se manifiesta como una acción humanizadora porque reconoce los contextos en los
que surgen y fluyen los conflictos que no son, obligatoriamente, el resultado
de intenciones particulares. Si hay algo que debemos a la cultura es el hecho
que nos enseña a aceptar como natural algunas formas de enfrentar las vicisitudes
de la vida, influenciando y contagiando razonamientos que reproducimos de
manera espontánea, condicionando y elevando a dogma determinados tipos aspiraciones,
deseos, esperanzas y temores. Pero sólo a través de la imaginación puede
reconocerse que los condicionamientos culturales pueden enfrentarse para
introducir nuevos objetivos y expectativas.
Emprender la tarea del cultivo de la imaginación, que va más
allá del arte y de la ciencia, e impulsarla como herramienta de uso cotidiano,
obliga a identificar que su modo de actuación aflora a partir de preocupaciones
que tienden a cambios que pueden filtrarse en las convicciones más
cristalizadas porque aprende a dosificar su impulso de respuesta, porque
reconoce que en el aprendizaje social existe el inevitable contagio de ideas y creencias
que hay que enfrentar críticamente, porque se inmiscuye en las complejidades
humanas para avizorar comprensiones que están vedadas por las costumbres y las
instituciones. En otras palabras, cultivar la imaginación permite visualizar un
mundo ideal con la esperanza de entretejer mejoras posibles.